the long and winding road (XXI)
XXI. Caneto utiliza a la gente I
La verdad es que una vez le hablé a Gustavo Petrovich, él leía un libro que era de un autor ruso o algo por el estilo. La cuestión es que era fin de año y sería Cuarto de secundaria, porque ya no éramos tan inocentes entonces, no podíamos serlo. Nos habían dejado leer un libro acerca de un asesinato. Le hablé a Gustavo de eso, y él por entonces ya no era tan alto y habría engordado un poco. Vestía el uniforme convencional pero ese día llevaba un buzo, por lo que supongo que yo también llevaba uno, o quizá no, y sería viernes, aunque ya no estoy muy seguro de nada porque la memoria a veces falla.
Le pregunté:
- ¿Cómo estás, Gustavo? ¿Qué lees?
Y él me miró, aún lo recuerdo, con una cara de: ¿Y éste quién es? Pero afortunadamente, no lo tomó con una actitud de desprecio, y tampoco estuvo tan a la defensiva como me lo esperaba. Le propuse el trato. El sonrió y movió mucho la cabeza de arriba a abajo. Trato hecho, me dijo, pero el trabajo no te lo haré yo, te lo hará un amigo, estoy más que seguro de que él aceptará.
- Pero por qué.
Gustavo sonrió. Hizo un par de muecas, muy extrañas, y luego miró alrededor de sí. Frunció el ceño debido al sol (serían las últimas semanas de clases, cerca al verano) durante el mes de diciembre.
- Mi trabajo ya casi está listo. Entiende que necesito mi propia nota. A parte la cosa es para dentro de una semana, y yo no tendría tiempo para hacer el mío. Un amigo sí.
Le dije que solo le pagaría veinte soles, que no era mucho dinero, que apelaba a él por “la amistad que nos ha mantenido unidos desde hace años”. Y yo no esperé a que Gustavo Petrovich hiciera otra cosa más que reírse tanto como yo. Entonces se dio cuenta de que mi humor negro se había estado retroalimentando sin ayuda de nadie desde hacía años, y le parecía bien. Entonces él me pareció a mí un gran tipo.
- Ven conmigo a la salida, él vive nada más a un par de cuadras.
Entonces le di la mano. Y después de eso me dieron ganas de prender un cigarrillo, pero claro que no se podía mientras ambos nos ocultábamos detrás de las sombras, a mitad de la canchita de fútbol de secundaria, durante el segundo recreo. Gustavo se tapó la cara con un libro amarrillo, de letras estrambóticas, que rezaba “El almuerzo desnudo”, e imaginé que estaría leyendo algo porno.
Después de clases la gente salía a la calle disparada. Rebusqué a Gustavo Petrovich de entre todas las caras y las cabelleras negras y amarillas y rojas, bajo el sol de las tres de la tarde del mes de diciembre.
No lo busqué demasiado y nos miramos las caras largo rato en la bodega, mientras compramos un par de cigarrillos y caminamos recto hasta la avenida Primavera, donde no repetimos la escena de aquella vez desde hacía más de un año, simplemente no nos habíamos visto las caras. Ambos estábamos más crecidos, ya éramos algo mayores. Nada era igual que antes, me emborrachaba. Y cuando nos detuvimos en el un grifo, no recuerdo para qué (creo que yo tenía que cambiar dinero) entré al Móbil Market y compré una cerveza para amenizar la cosa, y Gustavo pareció animado. Apenas salimos le di un buen sorbo a la lata.
- ¿Qué te parece?
- Excelente con el calor.
Y continuamos caminando.
- ¿Dónde vive tu amigo?
- Cerca a un parque.
- ¿Dónde?
- Vive cerca...
Pasé un poco a lo era la intriga. Tarareé una canción de Andrés Calamaro. Gustavo sonrió. Luego me preguntó:
- ¿Fumas marihuana?
A lo que yo le respondí:
- Claro que sí -y era cierto, aunque no del todo- ¿por qué?
- No sé -y lanzó una carcajada-, ¡ja, ja, ja, ja, ja! -y luego me miró fijamente-. No sé, como cantabas eso de fumar un porrito...
- Sí, claro que sí... -le dije, convencido.
Luego añadió:
- ¿Sabes?, mi amigo no tiene ni idea de que voy a ir a su casa, ni que le voy a dar esta chamba. Pero nosotros necesitábamos justo veinte soles para comprar, ya sabes...
Llegamos a otro parque que yo no había visto en mi vida: tenía una estructura enorme en el centro, una pileta que seguro no era ningún reto arquitectónico. A aquellas horas habían muchos niños jugando bajo el sol de primavera, y habían perros sin cadena que corrían libes y alguno que otro niño del colegio caminando por ahí. Calculé que esto estaba cerca a lo que era el parque frente a la exposición (que, dicho sea de paso, ya no existía más). Entonces Gustavo me llevó a lo que era un pasaje, que desembocaba en una calle extraña, que era donde vivía este tipo que entonces vestía de hippie y que llevaba unas patillas enormes. Gustavo tocó el timbre y esperamos largo rato, y aunque yo supuse que vivía solo ya no estaba muy seguro de nada. La cuestión es que vivía en un segundo piso prestado o alquilado o qué se yo, en una casa medio ordinaria sin muchos miramientos.
Apenas vio a Gustavo, esbozó una enorme sonrisa y nos dejó subir.
-¿Cómo estás, Gustavo?
- Bien, ahí... ahí...
- ¿Qué tal? -exclamé, saludando.
Patillas Enormes me miró sorprendido.
- El se llama Carlos Ernesto -Gustavo me presentó sin muchos preámbulos-. El nos va a conseguir el dinero que nos faltaba para la hierba... -dijo.
Patillas Enormes suspiró. Luego sonrió ensimismado y cogió un libro y luego lo dejó a un lado. Prendió lo que parecía ser un cigarrillo negro que luego pensé (durante un minuto) podría ser marihuana, pero que no parecía nada. Olía a canela.
- ¿Y cómo es eso? -dijo riéndose-, ¿a quién tenemos que matar?
- A nadie, a nadie... -exclamó Gustavo- pero sí tiene que ver con un asesinato.
Lo miré, risueño, y le sonreí.
Todo combinaba muy bien con el verano, en aquella época. Acababa Cuarto de secundaria, no era el fin del colegio pero parecía como si algo hubiera muerto.
- Tienes que leer “A sangre fría”... -concluyó.
Y después de un minuto, agregó:
- Tienes que hacer un trabajo acerca de ese libro, nada más.
Patillas Enormes me miró.
- OK. -dijo.
Ni siquiera preguntó en qué consistía el trabajo. Nada más me miró y lanzó una carcajada. Estábamos en lo que sería el comedor y la sala, lo que era a la vez, creo, la cocina, el depósito y la cama. Todos nos habíamos sentado en un colchón enorme en el piso y un montón de sábanas y ropa revuelta.
Patillas Enormes sirvió algo de té. Gustavo y él bebieron. Yo me dispuse a salir de allí lo antes posible. Averigüé dónde botar la lata de cerveza que había traído, y averiguar también si se le tenía que pagar todo por adelantado o después o cómo era el maldito asunto. Y de pronto me encontraba nervioso, como si me fueran a matar.
- Dame diez soles ahora, para no olvidarme del asunto. Y dame diez soles después, para no engañarte, y también para motivarme a mí mismo a hacerlo.
Y yo, tan inseguro de todo, le pregunté:
- ¿De verdad vas a hacer el trabajo? -Enmudecí-. Vamos... -y entonces miré fijamente a Gustavo-. Necesito pasar sí o sí...
- No te preocupes, amigo -dijo por fin Patillas Enormes- ya leí el libro, y sé bien de qué se trata.
Lo que me hizo sentir más aliviado. Sin embargo yo sabía que Patillas Enormes era un tipo muy pasado, y de lo peor. ¿Cuánto se puede confiar de un tipo que lleva un pañuelo rojo amarrado en la cabeza? Y ahora que lo he visto un par de veces, ya no es tan pasado como lo era en aquella época, hace tan solo unos años, lo que demuestra que el tiempo pasa para todos. Incluso para Patillas Enormes, que en aquella época era un hippie de lo peor. Después de salir a su casa, ambos tomaron la misma dirección que yo. Patillas Enormes vestía una camisa a cuadros y un pantalón blanco (medio teñido de rojo) y bajo la camisa llevaba un polo blanco y seguía con aquel pañuelo tan ridículo amarrado en la cabeza. Y yo los miraba a ambos como hipnotizado, mientras ellos hablaban de tantas cosas y discutían marihuaneramente de literatura, cuando llegamos al pasaje sucedió lo que tenía que suceder, Patillas Enormes sacó de un pomo fosforescente lo que parecía ser un canuto enorme.
A lo que yo dije:
- Vaya, ¿en serio piensan fumárselo...?
Patillas y Gustavo sonrieron y me miraron como si yo fuera un idiota.
- Claro. Vamos, Carlos Ernesto, fuma un poco.
Y bueno, yo siempre he sido lo suficientemente valiente para todo. Aún así, mientras caminábamos fumando, me pregunté cuántos años tendría Patillas Enromes, y me pregunté cuanto tiempo pasaría hasta que llegara la policía, porque estábamos sentados, y cuántos años se llevarían de diferencia ellos dos, y me pregunté por qué eran tan amigos, y por qué Patillas Enormes vivía solo, ¿por qué? ¿por qué?... Gustavo y su amigo hippie reían a carcajadas, mientras atardecía suavemente en Chacarilla, cerca al colegio. Una nube transparente obscurecía el cielo atravesando su raíz de esquina a esquina, bajo la sombra de un árbol nos detuvimos y ellos llamaron a la puerta. Ya habían apagado el varulo. Patillas Enormes tocó el timbre un par de veces, mientras Gustavo me explicaba por qué intentaban reunir treinta y seis soles, cuales eran las diferencias entre la Roja y la Buena Hierva de Lujo, me explicaba que la que acabábamos de fumar no era cualquier cosa, claro que no, era un Roja, pero no cualquier Roja, había sido una Buena Roja, que no era lo mismo a una Buena Hierva de Lujo...
Y entonces ellos me presentaron a un sujeto de mediana edad, de contextura cuadrada, que respondía al nombre de Marc, dependiendo un poco de su estado de ánimo y de la gravedad del asunto. Por lo que yo me quedé medio dormido mientras avanzaban las ideas polifónicamente, y mientras este tipo se sentaba encima de una de las gradas de su casa a esperar el anochecer, y mientras yo sigo tieso y contemplando una triste esencia desperdigada, oblicua, convexa y malformada, y resulta que este tercer tipo al que acabo de conocer (y que según parece ignora por completo mi existencia) cuenta un chiste, que consiste en este otro tipo, llamado Walter, o el papá de éste, quién necesita ver urgentemente a su hijo recién nacido (o sea, a Walter) y una enfermera le comunica que este niño no está entre los recién nacidos, y que tiene que subir al segundo piso, donde dice NIÑOS FEOS, cosa que el papá de Walter sube y no encuentra a su hijo por ningún lado, y una enfermera alarmada le dice que suba hasta el tercer piso, donde parece que dice NIÑOS AÚN MÁS FEOS, a lo que el papá de Walter, obviamente mortificado, al no encontrar a su hijo le dice a la enfermera “debe haber un error, no he encontrado a mi hijo”, así que el señor (quien al parecer, carece de buena fortuna) es mandado por la burocracia reinante en las clínicas del estado al cuarto piso, donde reza la inscripción NIÑOS HORRIBLES, y es cuando el papá de Walter piensa “¡Oh Dios mío!, pero ¿qué he hecho?” y al no encontrar a su hijo, furibundo tropieza con una monjita de la clínica, a quién le grita: “¡Quiero ver a mi hijo!” y la monjita le pregunta: “dígame señor, ¿cómo es que se llama su hijo?” y el papá de Walter, enloquecido, le grita: “¡Walter! ¡Mi hijo se llama Walter!” y la monjita dice “Ohhh, ya veo...” así que el papá de Walter es mandado al decimoséptimo piso, al techo húmedo entre la llovizna donde está inscrito: WALTER, EL NIÑO MÁS FEO DEL MUNDO...
La verdad es que una vez le hablé a Gustavo Petrovich, él leía un libro que era de un autor ruso o algo por el estilo. La cuestión es que era fin de año y sería Cuarto de secundaria, porque ya no éramos tan inocentes entonces, no podíamos serlo. Nos habían dejado leer un libro acerca de un asesinato. Le hablé a Gustavo de eso, y él por entonces ya no era tan alto y habría engordado un poco. Vestía el uniforme convencional pero ese día llevaba un buzo, por lo que supongo que yo también llevaba uno, o quizá no, y sería viernes, aunque ya no estoy muy seguro de nada porque la memoria a veces falla.
Le pregunté:
- ¿Cómo estás, Gustavo? ¿Qué lees?
Y él me miró, aún lo recuerdo, con una cara de: ¿Y éste quién es? Pero afortunadamente, no lo tomó con una actitud de desprecio, y tampoco estuvo tan a la defensiva como me lo esperaba. Le propuse el trato. El sonrió y movió mucho la cabeza de arriba a abajo. Trato hecho, me dijo, pero el trabajo no te lo haré yo, te lo hará un amigo, estoy más que seguro de que él aceptará.
- Pero por qué.
Gustavo sonrió. Hizo un par de muecas, muy extrañas, y luego miró alrededor de sí. Frunció el ceño debido al sol (serían las últimas semanas de clases, cerca al verano) durante el mes de diciembre.
- Mi trabajo ya casi está listo. Entiende que necesito mi propia nota. A parte la cosa es para dentro de una semana, y yo no tendría tiempo para hacer el mío. Un amigo sí.
Le dije que solo le pagaría veinte soles, que no era mucho dinero, que apelaba a él por “la amistad que nos ha mantenido unidos desde hace años”. Y yo no esperé a que Gustavo Petrovich hiciera otra cosa más que reírse tanto como yo. Entonces se dio cuenta de que mi humor negro se había estado retroalimentando sin ayuda de nadie desde hacía años, y le parecía bien. Entonces él me pareció a mí un gran tipo.
- Ven conmigo a la salida, él vive nada más a un par de cuadras.
Entonces le di la mano. Y después de eso me dieron ganas de prender un cigarrillo, pero claro que no se podía mientras ambos nos ocultábamos detrás de las sombras, a mitad de la canchita de fútbol de secundaria, durante el segundo recreo. Gustavo se tapó la cara con un libro amarrillo, de letras estrambóticas, que rezaba “El almuerzo desnudo”, e imaginé que estaría leyendo algo porno.
Después de clases la gente salía a la calle disparada. Rebusqué a Gustavo Petrovich de entre todas las caras y las cabelleras negras y amarillas y rojas, bajo el sol de las tres de la tarde del mes de diciembre.
No lo busqué demasiado y nos miramos las caras largo rato en la bodega, mientras compramos un par de cigarrillos y caminamos recto hasta la avenida Primavera, donde no repetimos la escena de aquella vez desde hacía más de un año, simplemente no nos habíamos visto las caras. Ambos estábamos más crecidos, ya éramos algo mayores. Nada era igual que antes, me emborrachaba. Y cuando nos detuvimos en el un grifo, no recuerdo para qué (creo que yo tenía que cambiar dinero) entré al Móbil Market y compré una cerveza para amenizar la cosa, y Gustavo pareció animado. Apenas salimos le di un buen sorbo a la lata.
- ¿Qué te parece?
- Excelente con el calor.
Y continuamos caminando.
- ¿Dónde vive tu amigo?
- Cerca a un parque.
- ¿Dónde?
- Vive cerca...
Pasé un poco a lo era la intriga. Tarareé una canción de Andrés Calamaro. Gustavo sonrió. Luego me preguntó:
- ¿Fumas marihuana?
A lo que yo le respondí:
- Claro que sí -y era cierto, aunque no del todo- ¿por qué?
- No sé -y lanzó una carcajada-, ¡ja, ja, ja, ja, ja! -y luego me miró fijamente-. No sé, como cantabas eso de fumar un porrito...
- Sí, claro que sí... -le dije, convencido.
Luego añadió:
- ¿Sabes?, mi amigo no tiene ni idea de que voy a ir a su casa, ni que le voy a dar esta chamba. Pero nosotros necesitábamos justo veinte soles para comprar, ya sabes...
Llegamos a otro parque que yo no había visto en mi vida: tenía una estructura enorme en el centro, una pileta que seguro no era ningún reto arquitectónico. A aquellas horas habían muchos niños jugando bajo el sol de primavera, y habían perros sin cadena que corrían libes y alguno que otro niño del colegio caminando por ahí. Calculé que esto estaba cerca a lo que era el parque frente a la exposición (que, dicho sea de paso, ya no existía más). Entonces Gustavo me llevó a lo que era un pasaje, que desembocaba en una calle extraña, que era donde vivía este tipo que entonces vestía de hippie y que llevaba unas patillas enormes. Gustavo tocó el timbre y esperamos largo rato, y aunque yo supuse que vivía solo ya no estaba muy seguro de nada. La cuestión es que vivía en un segundo piso prestado o alquilado o qué se yo, en una casa medio ordinaria sin muchos miramientos.
Apenas vio a Gustavo, esbozó una enorme sonrisa y nos dejó subir.
-¿Cómo estás, Gustavo?
- Bien, ahí... ahí...
- ¿Qué tal? -exclamé, saludando.
Patillas Enormes me miró sorprendido.
- El se llama Carlos Ernesto -Gustavo me presentó sin muchos preámbulos-. El nos va a conseguir el dinero que nos faltaba para la hierba... -dijo.
Patillas Enormes suspiró. Luego sonrió ensimismado y cogió un libro y luego lo dejó a un lado. Prendió lo que parecía ser un cigarrillo negro que luego pensé (durante un minuto) podría ser marihuana, pero que no parecía nada. Olía a canela.
- ¿Y cómo es eso? -dijo riéndose-, ¿a quién tenemos que matar?
- A nadie, a nadie... -exclamó Gustavo- pero sí tiene que ver con un asesinato.
Lo miré, risueño, y le sonreí.
Todo combinaba muy bien con el verano, en aquella época. Acababa Cuarto de secundaria, no era el fin del colegio pero parecía como si algo hubiera muerto.
- Tienes que leer “A sangre fría”... -concluyó.
Y después de un minuto, agregó:
- Tienes que hacer un trabajo acerca de ese libro, nada más.
Patillas Enormes me miró.
- OK. -dijo.
Ni siquiera preguntó en qué consistía el trabajo. Nada más me miró y lanzó una carcajada. Estábamos en lo que sería el comedor y la sala, lo que era a la vez, creo, la cocina, el depósito y la cama. Todos nos habíamos sentado en un colchón enorme en el piso y un montón de sábanas y ropa revuelta.
Patillas Enormes sirvió algo de té. Gustavo y él bebieron. Yo me dispuse a salir de allí lo antes posible. Averigüé dónde botar la lata de cerveza que había traído, y averiguar también si se le tenía que pagar todo por adelantado o después o cómo era el maldito asunto. Y de pronto me encontraba nervioso, como si me fueran a matar.
- Dame diez soles ahora, para no olvidarme del asunto. Y dame diez soles después, para no engañarte, y también para motivarme a mí mismo a hacerlo.
Y yo, tan inseguro de todo, le pregunté:
- ¿De verdad vas a hacer el trabajo? -Enmudecí-. Vamos... -y entonces miré fijamente a Gustavo-. Necesito pasar sí o sí...
- No te preocupes, amigo -dijo por fin Patillas Enormes- ya leí el libro, y sé bien de qué se trata.
Lo que me hizo sentir más aliviado. Sin embargo yo sabía que Patillas Enormes era un tipo muy pasado, y de lo peor. ¿Cuánto se puede confiar de un tipo que lleva un pañuelo rojo amarrado en la cabeza? Y ahora que lo he visto un par de veces, ya no es tan pasado como lo era en aquella época, hace tan solo unos años, lo que demuestra que el tiempo pasa para todos. Incluso para Patillas Enormes, que en aquella época era un hippie de lo peor. Después de salir a su casa, ambos tomaron la misma dirección que yo. Patillas Enormes vestía una camisa a cuadros y un pantalón blanco (medio teñido de rojo) y bajo la camisa llevaba un polo blanco y seguía con aquel pañuelo tan ridículo amarrado en la cabeza. Y yo los miraba a ambos como hipnotizado, mientras ellos hablaban de tantas cosas y discutían marihuaneramente de literatura, cuando llegamos al pasaje sucedió lo que tenía que suceder, Patillas Enormes sacó de un pomo fosforescente lo que parecía ser un canuto enorme.
A lo que yo dije:
- Vaya, ¿en serio piensan fumárselo...?
Patillas y Gustavo sonrieron y me miraron como si yo fuera un idiota.
- Claro. Vamos, Carlos Ernesto, fuma un poco.
Y bueno, yo siempre he sido lo suficientemente valiente para todo. Aún así, mientras caminábamos fumando, me pregunté cuántos años tendría Patillas Enromes, y me pregunté cuanto tiempo pasaría hasta que llegara la policía, porque estábamos sentados, y cuántos años se llevarían de diferencia ellos dos, y me pregunté por qué eran tan amigos, y por qué Patillas Enormes vivía solo, ¿por qué? ¿por qué?... Gustavo y su amigo hippie reían a carcajadas, mientras atardecía suavemente en Chacarilla, cerca al colegio. Una nube transparente obscurecía el cielo atravesando su raíz de esquina a esquina, bajo la sombra de un árbol nos detuvimos y ellos llamaron a la puerta. Ya habían apagado el varulo. Patillas Enormes tocó el timbre un par de veces, mientras Gustavo me explicaba por qué intentaban reunir treinta y seis soles, cuales eran las diferencias entre la Roja y la Buena Hierva de Lujo, me explicaba que la que acabábamos de fumar no era cualquier cosa, claro que no, era un Roja, pero no cualquier Roja, había sido una Buena Roja, que no era lo mismo a una Buena Hierva de Lujo...
Y entonces ellos me presentaron a un sujeto de mediana edad, de contextura cuadrada, que respondía al nombre de Marc, dependiendo un poco de su estado de ánimo y de la gravedad del asunto. Por lo que yo me quedé medio dormido mientras avanzaban las ideas polifónicamente, y mientras este tipo se sentaba encima de una de las gradas de su casa a esperar el anochecer, y mientras yo sigo tieso y contemplando una triste esencia desperdigada, oblicua, convexa y malformada, y resulta que este tercer tipo al que acabo de conocer (y que según parece ignora por completo mi existencia) cuenta un chiste, que consiste en este otro tipo, llamado Walter, o el papá de éste, quién necesita ver urgentemente a su hijo recién nacido (o sea, a Walter) y una enfermera le comunica que este niño no está entre los recién nacidos, y que tiene que subir al segundo piso, donde dice NIÑOS FEOS, cosa que el papá de Walter sube y no encuentra a su hijo por ningún lado, y una enfermera alarmada le dice que suba hasta el tercer piso, donde parece que dice NIÑOS AÚN MÁS FEOS, a lo que el papá de Walter, obviamente mortificado, al no encontrar a su hijo le dice a la enfermera “debe haber un error, no he encontrado a mi hijo”, así que el señor (quien al parecer, carece de buena fortuna) es mandado por la burocracia reinante en las clínicas del estado al cuarto piso, donde reza la inscripción NIÑOS HORRIBLES, y es cuando el papá de Walter piensa “¡Oh Dios mío!, pero ¿qué he hecho?” y al no encontrar a su hijo, furibundo tropieza con una monjita de la clínica, a quién le grita: “¡Quiero ver a mi hijo!” y la monjita le pregunta: “dígame señor, ¿cómo es que se llama su hijo?” y el papá de Walter, enloquecido, le grita: “¡Walter! ¡Mi hijo se llama Walter!” y la monjita dice “Ohhh, ya veo...” así que el papá de Walter es mandado al decimoséptimo piso, al techo húmedo entre la llovizna donde está inscrito: WALTER, EL NIÑO MÁS FEO DEL MUNDO...
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